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El niño y la niña

  • fnmendoz
  • 3 jun 2017
  • 4 Min. de lectura

El agua fluía con una fuerza preocupante. Una marea oscura, de barro y piedras, corría sin problema por la Avenida Francisco Bilbao. Francisco Bilbao, de familia Vasca. Filósofo y escritor. Liberal. No le gustaba Diego Portales y se lo hizo saber fundando, junto a otros amigos, la Sociedad de la Igualdad. Incluso lo llegaron a llamar “El apóstol de la libertad”.


El agua rebalsaba la calle, la vereda, y también, se asomaba peligrosamente a las casas colindantes a esa importante arteria capitalina. Esa avenida, era la ruta usual desde mi casa al colegio. Aquella mañana yo veía aterrorizado ese espectáculo desde la ventana de mi auto. La velocidad del Subarú Loyale color burdeo bajaba a medida que nos íbamos acercando hacia a la Cordillera de los Andes. La fuerza producida por la corriente se sentía cada vez con más fuerza. Con cada minuto que pasaba, más le costaba al auto navegar en contra de ese río improvisado. Mientras más subíamos, mayor era la tempestad. No sabía si seríamos arrastrados calle abajo, o bien, el fiel subarú dejaría de funcionar a consecuencia del agua, o simplemente, el agua permearía por las puertas y ventanas ahogándome en el mismo lugar. Le preguntaba a mi madre si era posible que el auto se apagara en aquella compleja situación. Me tranquilizó diciéndome que el motor estaba sellado. Supuse que el agua no apagaría el motor y podríamos seguir navegando en aquel barco.


Era el año 1997, y en ese periodo, cayó más del doble del agua que cae en un año normal en Santiago. Particularmente, fueron 3 temporales. Dos en junio y uno en agosto. Todo era culpa del Niño. ¿Que habrá hecho ese niño para que cayera tanta agua? . Las lluvias torrenciales me aterrorizaban, en particular, los truenos. Al igual que a los perros. Quizás nunca había visto llover así en mi vida. Quizás si en el sur, pero nunca en Santiago. La lluvia en el sur me asustaba también, pero no tanto. Sentía que el sur estaba hecho para recibir muchísima lluvia. El sur para mí era lluvia.


El niño se fue y la lluvia se acabó. Al año siguiente llegó la niña. No hay agua, no cae agua, a consecuencia de su llegada. Siempre le intentaba poner una cara a esa niña que traía calor, y a ese niño que traía lluvia. A la niña me la imaginaba juguetona y picarona. La visualizaba en su cumpleaños. Con un vestido rojo, se reía coqueta paseándose por su fiesta, molestando a los niños y niñas que ella había elegido con pinzas. Era el absoluto centro de atención de su evento. Ella lo sabía perfectamente, y quienes la rodeaban también eran conscientes de aquello. El niño en cambio, lo visualizaba sentado solo en un rincón, con cara de pocos amigos. Con una tenida desordenada, un chaleco con hoyos y las mangas destruidas a consecuencia de sus propias mordidas. No se conocían con la niña. Pero si algún día lo hicieran, el niño probablemente le hubiese gritado violentamente o perfectamente podría haberle pegado un chicle en sus largos cabellos rubios. Eran personajes totalmente antagónicos, por lo que no era recomendable que se conocieran o se encontraran casualmente en algún lugar.


La tormenta fue una excepción de unos años muy secos. Las autoridades se empiezan a preocupar. Si la luz se genera desde el agua, y no hay agua, no hay luz. La compleja situación energética obligo a programar cortes de luz diarios, para que así, el país no se quedara a oscuras. Recuerdo haber visto ese espectáculo desde el piso nueve, lugar donde todavía vive mi abuela, en Providencia. Santiago se expandía hacia el infinito desde esa ventana que miraba hacia el sur poniente de la ciudad. El horizonte se perdía entre la infinidad de construcciones que conformaban Santiago. En algunos de estos lugares, se veían manchones oscuros. Al rato, esos manchones volvían a la luz, y otros, se apagaban. Era como si la ciudad se convirtiera en un gigantesco árbol de navidad, con esas luces que los decoran, que a ratos se encienden y en otros no lo hacen.


Las causas eran múltiples. Sequía, falta de inversión, dependencia de la energía hidroeléctrica, y además, la falla de una importante central que alimentaba de luz al país hizo que se tomara esta decisión. Casi llevábamos 10 años de democracia y crecimiento económico. Algunos pensábamos que éramos los tigres, los ingleses, los alemanes de esta América Latina, pero todavía no podíamos asegurar la luz a la población. Pero, un par de horas al día sin luz tampoco fue tan malo. De esa manera fuimos conscientes de la dependencia y vulnerabilidad del hombre frente a la modernidad.


En Cuba, durante los años 90, los cortes de luz podían superar las 12 horas. A veces 16. Quizás algún día llegaron a ser 18 horas sin energía. Fidel bautizó esos años como el “Periodo especial en tiempos de paz”. El mensaje dado a la población era que había que vivir como en guerra, pero estando en paz. El Primer Secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros de la República de Cuba, culpaba al imperialismo de la catástrofe económica. No había bencina. Los bicitaxis se hicieron una postal común en La Habana. La Unión Soviética se desintegro en un suspiro, haciéndolos perder de un día para otro su principal cliente y financiador.


Como a nosotros se nos acabó del agua, a ellos se les acabó la plata y el petróleo barato.



Las fuertes lluvias del 1997 también inundaron gran parte del norte chileno.














 
 
 

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